Callecita de barro en los pueblos de preludio iluminado. Techos de sauce viejo, azul cielo, cunetas que bordan marrones las manzanas, ladrillo hueco y paraíso. La tierra ya recibe su ofrenda.
Agosto es un montón de niños descalzos y risas brotando en una esquina nomás, allá rumbeando para el noroeste, del otro lado de las vías más bien, donde el sol ya se aparece por el naciente.
En La Casita del MEDH los pibes y las pibas pintan las paredes con sus sueños sencillos, y de tantos colores, porque esa es la forma de demostrar que sí se puede vivir de otra manera. Allí, el trabajo de hormiga es costumbre y se va contagiando en el día a día, con esas cositas simples, pequeñas, que a veces pasan desapercibidas.
Y es que aún queda mucho por mirar.
Y ahí va nomás, entre mate compartido, un guiso improvisado, murales, los rostros de pan tostado, manos madres cosecheras, la resistencia en la palabra, alegría desparramada que es cobija, meta cumbia y baile en la polvareda, bicicletas, el fulbito de la siesta, esperanza que une y multiplica. Y tanto, pero tantísimo más.
“Voy a ver flashear tu sonrisa”, presagian los jóvenes en las paredes del Fisherton pobre. Porfiando un futuro digno, burlando el destino de plomo, droga y tristeza que quiere estamparles este sistema perverso. Y así hasta se asombran, y se ríen, y se convencen. Y se queda nomás la promesa, la huella que es memoria, rebeldía, allá rumbeando para el noroeste, del otro lado de las vías más bien, donde se van abriendo claros los caminos.